jueves, 5 de agosto de 2010

Una simple lagrima.


Una lágrima es, decir adiós a lo que los ojos vieron antes de ella. Porque las imágenes anteriores ya no serán las mismas. Porque cada vez que las miremos, después de ella, estarán impregnadas de su humedad salada, de ese sombrío fuego que quemó nuestros párpados.

Nada es igual después de una lágrima.

Ni la alegría, ni el dolor, ni la luz, ni la fe, ni la amistad, ni el amor.
Pero, lo que más cambia una lágrima… es a la persona que la derrama.
A mí me fueron cambiando las lágrimas que derramé en mi vida.
La que inauguró la soledad de mi infancia, la que suplantó el grito de rebeldía por las injusticias que se cometieron en mi adolescencia, la que brilló como la estrella más grande para indicarme el camino que llevaba al sendero de mi felicidad.
La que me borró el espejismo de que cada uno, en el mundo, tenía adjudicado su techo, su pedazo de pan, su cuota de alegría, su renovado asombro cotidiano.
La que rescató los pagos de mis comienzos, que se me habían perdido detrás de una maraña de rabias y de ausencias, de negaciones, de golpes, de inútiles.

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